En diciembre de 2013, una manifestación de ciudadanos de San Francisco
bloqueó el paso de autobuses de empleados de Google en su camino hacia el
trabajo. Se quejaban de la creciente desigualdad que se extendía por California.
Mientras en la ciudad se multiplicaban los homeless,
y se incrementaba el coste de la vida, la riqueza se concentraba en una
minoría de emprendedores y empleados de la élite de empresas tecnológicas con
base en Silicon Valley (Google, Twitter, Facebook…). Al mismo tiempo que Google cotizaba en máximos en Wall Street, sus
autobuses eran apedreados en las carreteras de California. La anécdota se
relata en el magnífico libro Throwing
Rocks at the Google Bus: How growth became the enemy of prosperity, de
Douglas Rushkoff.
El debate sobre la desigualdad sigue en ebullición en las redes sociales.
Realmente, ¿puede el crecimiento ser enemigo de la prosperidad? Quizá sí. Según
MIT
Technology Review, la pobreza absoluta en EEUU no para de crecer desde 1980
y, la proporción de riqueza en propiedad de la minoría más opulenta (el 0,1% de
la población) ha pasado del 5% a casi el 25% en tres décadas. Con el sistema
social actual, un americano que tenga ingresos de 50.000 $ al año requerirá
unos ahorros de 1,5 millones para retirarse de forma confortable a los 67 años.
Mientras, las grandes compañías tecnológicas acumulan masas ingentes de cash. Sólo Apple,
Microsoft y Google acumulan el 23% del dinero líquido americano fuera del
sector financiero. Apple es una inmensa máquina de hacer dinero, con más de
215.000 millones de dólares en efectivo. Y en su reciente compra de LinkedIn,
Microsoft, con más de 100.000 millones en la caja fuerte, ha
tirado de créditos para maximizar su rendimiento fiscal.
Los CEOs de las empresas tecnológicas parecen envueltos en una acelerada
carrera de crecimiento, propulsados por las agresivas reglas del capitalismo
financiero marcadas por Wall Street y ejecutadas por el sector del capital
riesgo. Crecer, cumplir los objetivos trimestrales, acumular cash,
hacer ricos a los accionistas y, si es necesario, vender rápidamente y obtener
la máxima plusvalía. Aunque con tecnología de última generación, parece que el
crecimiento al servicio de la línea dura del capitalismo financiero es el alma
máter de la economía digital. ¿Nuevos iconos sociales (Zuckerberg, Page, Jobs, Musk…)
al servicio de antiguas reglas del juego? Cada nueva ola de internet o cada
tecnología disruptiva crea una generación de nuevos megabillonarios. Pero, a
parte de ellos, ¿cuántas personas capturan realmente una parte del valor de esas
transformaciones?
Algo está fallando en el sistema operativo del nuevo orden digital. Las nuevas
tecnologías que llegaron a caballo de la revolución industrial creaban trabajo
masivo. Más crecimiento significaba más oferta de bienes y más empleo, que a su
vez estimulaba la demanda de bienes. Ahora puede no ser exactamente así. El
crecimiento puede ser sólo una ilusión financiera (una burbuja) ante la
inexistencia de demanda y de empleo. Al fin y al cabo, desde los inicios de
internet pasan cosas insólitas como la compra de Instagram por Facebook (500
millones de dólares de inversión en una empresa que ocupa contados empleos, y
que no genera beneficios). Y LinkedIn ha significado para Microsoft un
desembolso de 26.000
millones, por una empresa con unas escasas decenas de millones de dólares
de beneficio trimestral.
Cuando el cajero del supermercado es reemplazado por una pantalla táctil,
el empleado de manufactura por un robot industrial, el mánager por un
algoritmo informático, y el mercado de capitales financia masivamente empresas sin empleados, las reglas del juego no pueden seguir siendo las mismas
que antes. En primer lugar, se deja de cumplir la ecuación básica: más
crecimiento no genera más demanda, así que se compromete el mismo crecimiento.
En segundo lugar, surgen planteamientos alternativos y radicales. El siglo
XX fue el siglo de las corporaciones. Pero en un mundo de plataformas
digitales, donde las corporaciones parecen convertirse en los instrumentos de crecimiento
desbocado al servicio de ratios financieros, ¿es necesaria la corporación? Cuando su
capacidad de crear empleo desaparece, la empresa deja de cumplir una función
social que, como mínimo indirectamente, cumplió en el siglo pasado. En ese
escenario, ¿no sería mejor utilizar las plataformas digitales para
transacciones peer to peer? ¿Es
estrictamente necesaria Uber, movida a crecer –legítimamente- por los intereses
y presiones de sus billonarias
inversiones, o podría estructurarse una espontánea comunidad de conductores
sin una corporación intermediaria, una corporación extractiva en palabras de Rushkoff? ¿Vamos a una sociedad de
autónomos, sin necesidad de instituciones empresariales? Esos serían los
principios de la emergente sharing
economy (economía colaborativa).
Por último, arrecia el debate sobre la renta básica universal, que tiene la
virtud de agradar a ideólogos de izquierda y de derechas. A los
socialdemócratas, porque dicho instrumento permitiría garantizar a todo
ciudadano sus necesidades mínimas. A los liberales, porque en definitiva
significaría asumir la responsabilidad de la autogestión del individuo,
reduciendo a la vez gasto público en costosas redes asistenciales. The
New Yorker relata el experimento que se realizó hacia 1970 en la ciudad de
Dauphin, en Manitoba (Canadá), ofreciendo una renta básica a todos sus
habitantes. Los resultados fueron netamente positivos: cayeron las tasas de
hospitalización, desapareció la pobreza, y la gente siguió trabajando. Los
pobres no malversaron alegremente su salario básico, prácticamente nadie se vio
incentivado a dejar de trabajar por ello e, incluso, al tener unos mínimos
asegurados, se observó una mayor predisposición a la toma de riesgos (es decir,
al emprendimiento y a la innovación).
Dos gravísimos problemas, sin embargo, deberán ser resueltos: su
financiación (implementar una renta básica universal significaría incrementar un
70% el presupuesto federal, según Bloomberg), y su incompatibilidad con
fronteras abiertas (por el efecto atracción). Inconvenientes hoy difícilmente superables.
Pero no dejemos de soñar en utopías. Quizá lo consigamos algún lejano día,
precisamente porque hoy nos negamos a creer que es imposible.
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