El principal enemigo de la
innovación, sin duda, es el miedo. Miedo al cambio. Auténtico terror.
Las personas, aunque nos
llenemos la boca de palabras sugerentes (innovación, iniciativa emprendedora,
cambio…) tenemos miedo al cambio. No estamos genéticamente predispuestos a
cambiar. Y es normal: en nuestro ADN no está el gen del cambio. Nuestra especie
se ha desarrollado durante millones de años en entornos de cambio lento,
progresivo, donde la adaptación se realizaba de forma natural, mediante un
proceso biológico de variación y selección. Son las leyes de la evolución, que
preparan a las especies para adaptarse en lapsos de millones de años, pero no
preparan a los individuos para adaptarse a contextos cambiantes en lapsos de
minutos.
A nivel psicológico, sin duda,
somos la primera generación de la
historia que está sometida a un estrés sistémico y sistemático. Sistémico,
porque el cualquier parte del sistema económico y social existe incertidumbre.
Y sistemático porque esa incertidumbre es permanente. En palabras del filósofo
José Antonio Marina, el estrés es el “miedo
sin peligro”. Efectivamente, hoy no hay peligro de que un león de las
cavernas nos devore, pero tenemos miedo.
Si hubiéramos nacido en la Europa
del siglo I, o en la del siglo VIII, o en la del siglo XV, o XVIII, probablemente tendríamos menos miedo. Nuestro
futuro hubiera estado escrito en nuestro pasado: si nuestros padres eran
agricultores, seríamos agricultores. Si habían nacido en Vic, o en la Mancha viviríamos en los
entornos de Vic, o los de la Mancha. El riesgo, el peligro, venía dado por la posibilidad de
contraer enfermedades, sufrir alguna guerra o padecer sequías. El mundo era
menos confortable, pero, en general, era también menos estresante: no teníamos que tomar decisiones. Todo,
en cierto modo, venía dado.
Hoy, el ritmo de irrupción de
acontecimientos inesperados que pueden afectar nuestra vida personal y
profesional es desbordante. ¿Dónde estaremos dentro de tres años? ¿En qué
organización acabaremos nuestra vida laboral? ¿Qué serán y dónde trabajarán
nuestros hijos? La incertidumbre del contexto choca contra un ADN biológico,
cultural y social que no está preparado para cambiar. ¿Y dónde nos refugiamos?
En nuestras organizaciones, en nuestras empresas.
El contexto organizativo ofrece
un cierto refugio al cambio: pasamos de pensar que “aquí no pasará nada” a proclamar que “aquí no se puede cambiar nada”. Negamos la iniciativa innovadora,
venga de donde venga. Porque, en un contexto organizativo, cambiar significa romper equilibrios y flujos de poder. Cambiar
(innovar) significa generar nuevos escenarios donde podemos perder status o quedar en evidencia ante nuevos retos. Por tanto, ante cualquier
intento de innovar (en producto, en proceso, en modelo de negocio…)
automáticamente se disparan los resortes de la autoprotección y aparecerán las
agendas ocultas: daremos mil razonamientos para evitar el cambio, pero en
realidad, tendremos miedo. Miedo
cerval a la incertidumbre, a la inestabilidad, a la pérdida de rol o a la
evidencia de no superar nuevas situaciones. Nada mejor entonces que apelar a
las rutinas (procesos no formalizados, conjunto de actuaciones sistemáticas que
forman parte de la cultura empresarial), o a los procesos (conjunto de
actividades formalizadas). ¡Absurdo! Las rutinas, los procesos, y la propia
cultura organizativa se cambian mediante rediseño o mediante sistemas de
incentivos. Cambie los incentivos: cambiará las rutinas, los procesos y, en el
medio plazo, la cultura.
Es absurdo intentar frenar la innovación. El cambio es inevitable. La
interconexión informática mundial, la irrupción de nuevos competidores globales,
y la velocidad del desarrollo tecnológico han creado un tsunami que ha llegado
para quedarse. El contexto competitivo es y será turbulento, incierto y de alta
velocidad. O cambiamos o nos cambian desde fuera. O innovamos o morimos.
Y es que estamos ante la
inevitable emergencia de un nuevo paradigma vital: el del profesional
emprendedor, capaz de fluir sobre el cambio permanente, capaz de capturar las
oportunidades que ofrece el cambio y ponerlas en valor. Nada más estúpido, en
el siglo XXI, que una organización “prusiana” (vertical e inflexible). Nada más insostenible que una empresa estática, donde,
por ejemplo, un joven product manager
talentoso de 30 años dependa de un senior
de 40 años, al cual le falten 20 para jubilarse. Sin dinámica de cambio
interno, el joven product manager estará taponado, se sentirá como un león en
una jaula e, inevitablemente, intentará romper ese equilibrio o irse. Las organizaciones estables derivan en
coaliciones de intereses, o en fuga inevitable de talento taponado. Por
ello, precisamente, el endiablado ritmo de cambio externo nos ofrece una
inédita oportunidad de generar dinámicas de cambio interno (mediante continuos
equipos de desarrollo), proactivas, inteligentes, planificadas, que permitan a la
organización adaptarse a su contexto competitivo a la vez que facilitan las
oportunidades internas, en una nueva lógica de promoción y proyección
profesional: no tiene más valor quien más recursos controla, sino quien mayor
experiencia y conocimiento ha acumulado, participando en continuos proyectos de
innovación.
El fenómeno del cambio es brutalmente rico.
Cambiar es la verdadera fuente de aprendizaje. Pensemos en el torrente de información, experiencias y conocimientos (en el
potente mecanismo de desarrollo personal) que nos ofrece, por ejemplo, un viaje
a un país lejano. Un cambio de contexto que nos enriquece dramáticamente.
Disfrutemos con el cambio y convirtamos nuestra vida profesional en una
concatenación de proyectos de alta intensidad vital, en lugar de soñar con un imposible
e improbable un ascenso vertical por una organización fosilizada y repleta de tapones y coaliciones de
intereses, o en lugar de atrincherarnos en lógicas, productos y modelos de negocio obsoletos.
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